El dolor por la pérdida de una mascota siempre es inmenso, porque las consideramos parte de nuestra familia. Solemos proyectar en ellas el mismo amor incondicional con el que nos corresponden, y constantemente sobrevuela nuestras cabezas el pensamiento de que, algún día, ya no estarán.
Cuando enferman, todos nuestros temores se activan: deseamos con todas nuestras fuerzas que sigan adelante, que todo mejore. Pero a veces no es suficiente, y entonces enfrentamos la dolorosa realidad de decidir sobre su vida.
Es cierto que siempre intentamos que ese cambio de plano de existencia sea lo más sereno y libre de sufrimiento posible para nuestro pequeño compañero, pero no podemos escapar de la conciencia de que nos convertimos en el agente de su partida, en su verdugo. Esto pesa profundamente, pues no estamos preparados para asumir ese rol; solo para dar y recibir amor de ellos.
El segundo peor momento de ese día es llegar a casa y descubrir que ya no hay nadie esperándote.


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