Después de mucho tiempo estudiando e interpretando las señales de aquellos petroglifos, el arqueólogo dio con la ubicación exacta para empezar la excavación.
Aquel fragmento de tierra representaba, en todos los sentidos, la cuna de la civilización humana y, a ciencia cierta, no sabía qué iba a encontrar.
Con meticulosa delicadeza, trazó líneas y vació el terreno. Durante días excavó siguiendo un plan preciso, hasta que, por fin, tropezó con algo: una pequeña caja de piedra, tan antigua como la tierra que la ocultaba.
El polvo de sus manos se humedeció con el nerviosismo. Mantuvo la caja a la altura de sus ojos y levantó la tapa.
Dentro había un pequeño artefacto, un óvalo cromado que, sin duda, era demasiado avanzado para quienes habían tallado aquellos mensajes en piedra. Cuanto más reparaba en los detalles, más se sorprendía: tenía un pulido tan perfecto que devolvía su imagen sin ninguna distorsión.
Apuró en limpiar su mano en sus ropas para coger el óvalo sin ensuciarlo, pero solo logró secar el sudor. Excitado, alargó la mano dentro de la pequeña caja y sintió un aura cálida envolviendo el frío objeto. Confuso, retiró la mano, preguntándose por qué aquel metal podía irradiar calor. Deslizó la yema del índice para asegurarse de que no quemaba y lo tocó.
Al contacto con el óvalo, su conciencia, como un relámpago, abandonó su cuerpo y, sin saber, pasó de un estado embrionario al nacimiento de una mujer.
La vio dar sus primeros pasos, reír en brazos de su madre, ruborizarse con su primer beso, temblar en su primer trabajo, la alegría al decir “Sí, quiero”. Escuchó el llanto de su hijo recién nacido, la soledad cuando se fueron sus padres, la mano de su esposo soltándose de la suya y vio su llama apagarse, rodeada de hijos y nietos.
Todo en un solo latido.
No muy lejos de allí, tal vez en otro plano de la existencia, una mujer acababa de vivir una experiencia increíble: al recolocar unos papeles y levantar el pulido pisapapeles de su mesa, recorrió, en un instante, toda la vida de un arqueólogo.


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