El silencio era absoluto, salvo por el leve chisporroteo de la lámpara de gas suspendida y el crujido del cuero de sus guantes al apretar los puños.
Aguardaba, de pie, con la chaqueta perfectamente abotonada y la mirada fija en la gran puerta de madera tallada.
Apenas un mensajero, pero portador de un peso que no le pertenecía y que podía inclinar el curso de los acontecimientos.
No sabía qué contenía exactamente el mensaje que debía entregar; solo que encerraba palabras capaces de convocar ejércitos, firmar tratados o destruir imperios.
Finalmente, los pasos al otro lado del arco resonaron como campanas fúnebres. La puerta se abrió con un chirrido solemne.
Se entregó la misiva lacrada…
Y el mundo contuvo la respiración.


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