El hombre temblaba, aunque intentaba parecer firme. Frente a él, se presentó impecable en su traje, seguro en su porte de gran negociador.
No hubo preámbulo.
—¿Estás seguro? —preguntó con voz áspera.
El hombre asintió en una súplica muda, sin levantar la vista del suelo.
Mientras ocultaba sus ojos bajo el ala de su sombrero, tendió su mano seca y huesuda y apretó con dureza y rapidez la mano blanda y sudorosa del hombre.
El pacto quedó sellado.
Y, aunque el viento no se movió en aquella noche de tormento, supo que ya no era dueño de sí mismo: su alma y su destino habían cambiado de manos en aquel cruce de caminos.


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